domingo, 22 de agosto de 2010

Elecciones Municipales


La vida es una tómbola, lo dicen la canción de Marisol y la experiencia. Por eso es interesante practicar el juego de los caballos; porque aunque usted no lo quiera, la rifa social le jugará unos boletitos sin su consentimiento, así que mejor sería hacer algo por iniciativa propia.

Ninguno de los pencos que se disponen a correr en la lid electoral edil ha sido programado con algún criterio condicional, como en las carreras de caballos. Ni Lourdes Flores, como aquel caballo perdedor en cuya performance la afición ponía sus expectativas no para que cruce la meta en primer lugar, sino para que, fiel a su largo historial, conserve su condición de no ganador una vez más. El día que gane, decía don Fernando Savater, el caballo habrá perdido todo interés. Ni el handicapero ahora retirado, de herencia autoritaria y de currículum político tan extenso como la lista de sus bemoles.

Me temo que en la carrera edil no habrá golpes. Quienes con entusiasmo inocentón quisiéramos que Susana Villarán se imponga sobre las posiciones tradicionales (tradicionalmente corruptas), ni siquiera parecemos percatarnos del extraño mundo en que vivimos. Ni tampoco de la sentencia inapelable según la cual “la democracia es el proceso que asegura que no seamos gobernados mejor de lo que merecemos”. Esta es la única historia que hacen las masas. Y tal vez doña Susana sea un alfajor en medio de una legión de asnos.

En el Rímac, el distrito donde resido, siempre hay una forma de saber cuál de los candidatos es el peor: el que saldrá elegido. La suerte siempre juega en contra de la ciudadanía, así como ella misma se encarga de fastidiar mi vocación anti electorera poniéndome como miembro de mesa en uno de cada tres procesos electorales. Hay a quienes el encargo les cae perfecto. Los he visto de cuello y corbata cumplir con su deber cívico con el orgullo y la majestuosidad de un prócer. A mí, por el contrario, tal encargo me cae pésimo, pues el escenario de los vendedores ambulantes gritando por megáfonos sus ofertas veinte veces al día frente a mi ventana y los candidatos lanzando alaridos similares es muestra de que, como se preveía, el nivel de éstos no supera al de aquéllos por mucho.

domingo, 8 de agosto de 2010

La sopa, los caballos y el sexo


1. La sopa.

Entre los muchos misterios que poblaban mi niñez, había uno que me intrigaba especialmente. Mi mamá llegaba del mercado con cosas que siempre podía identificar en el plato. Un filete de cualquier cosa, verduras de muchas clases, menestras, fideos o huevos. Había algo, sin embargo, siempre presente en la mesa, que aparecía allí sin que ella lo trajese en la canasta: la sopa. No el plato completo en sí, sino aquel líquido que adquiría distintos colores, según la receta del día. ¿De dónde salía el rojo de la crema de tomates o el amarillo lechoso de la crema de zapallos?, ¿cuál era el origen del verde intenso del delicioso menestrón o el indescriptible tono ocre de la cazuela?

Durante semanas esperé encontrar un indicio en la canasta del mercado. Hubiese sido fácil vigilar a mi madre durante el proceso de elaboración del potaje, pero ello habría roto mis ilusiones, pues en verdad no me animaba el menor espíritu científico. Yo quería encontrar un envase que contenga el líquido que tomaríamos en el almuerzo con el color de la sopa. Eso o… la fantasía de que mi madre tomaba un trozo del arco iris y lo colocaba en la olla.

Aquella historia tuvo un fin. Ella respondió a mi pregunta y acabó con la intriga. En ese momento descubrí la importancia del agua. Supe poco después que todos los seres vivos estamos formados, como la sopa, básicamente de agua.

2. Los caballos.

El cinco —afirma el sabio desde una esquina de la mesa—. Y el cinco, en efecto, empieza a acercarse al puntero de la carrera. Pronto lo supera y llega primero a la meta. El sabio hace un gesto de autosuficiencia que a nadie parece importarle. La nube de humo de tabaco se hace más densa y, con ella, la esperanza de una nueva oportunidad de ganar. Así transcurren cerca de un millar de carreras por día. No hay tantos caballos en el mundo como para soportar un día en los tragamonedas de Lima.

El sabio ha acumulado conocimiento en horas de minuciosa observación, deseando que la vida sea así de fácil, como el joven incauto frente a las páginas del facebook. Un biólogo diría que en cada juego de caballos de plástico hay un atentado ecológico. Una mañana de aprontes en Monterrico es todo lo contrario: allí el sabio de casino rozaría por fin con un quantum de sabiduría, el que se precisa para tener más Eros y menos Tánatos.

3. El sexo.

Recuerde el lector su mejor actuación en la cama y verá que eso es comparable a una carrera de caballos. No será necesario que le diga a qué corresponde un encuentro con una muñeca inflable.

sábado, 19 de junio de 2010

La Hermandad de la Buena Suerte

Ahora que la Polla está en la cocina y promete servirse dentro de pocos meses, vale la pena reflexionar en torno a la ludopatía, las máquinas tragamonedas y las carreras de caballos. Alguna vez dijimos que “apostar a los caballos es comparable a hacer el amor con una mujer hermosa, mientras que jugar a la Tinka es sólo chatear con ella”. Las muchas opciones que hoy en día existen para perder el dinero (o la vida, si recordamos aquel caso lamentable y reciente que empezó en un casino) carecen del encanto natural de las carreras de caballos y tienen la misma cualidad virtual de las redes sociales en la Internet: no son el mundo real, sino una representación que apela a la fantasía del ser humano y a sus impulsos más primarios. La casa le propone al apostante jugar contra él anunciándole sin pudor el desenlace. ¿De qué otra manera se puede simbolizar el vocablo tragamonedas? En el hipódromo, los apostantes juegan entre sí. El resultado es irrelevante para la “casa”, que se ocupa más de proporcionar un espectáculo que de proponer un juego.

Valdría la pena que el aficionado refuerce sus vínculos con los caballos a través de una obra importante, cuya lectura, por cierto, acabo de concluir: la novela La Hermandad de la Buena Suerte, de Fernando Savater. En lugar de consumir los libelos sin sustancia de cretinos ya conocidos e innombrables, esta obra del hípico y filósofo español habrá de caerles como un bálsamo fresco en tiempos donde la inmundicia no es escasa.

sábado, 5 de junio de 2010

Análisis Numérico

Yo ni programa tenía. Eran los hípicos años setenta y la multitud se agolpaba en las boleterías de la Pelousse, sector desde donde mi amigo Gabriel y yo veríamos las carreras. Un nuevo shot de ansiedad surgía en las largas colas ante la truculencia del locutor: “Partida, dos minutos…”. Ya había tomado nota del excelente dividendo del número cuatro a ganador. Y aunque ignoraba el nombre del caballo que defendería mi preferencia, reforcé el sentimiento jugando también la combinada cuatro. Un boleto en cada una de las apuestas. Suficiente para multiplicar un par de decenas de veces mi propina. Gabriel, que estudiaba las carreras con minuciosidad impropia para su holgada minoría de edad, era ya un experto, mientras que yo, por si no ha quedado claro todavía, un completo náufrago.

En la imprenta de mi padre se imprimían por esos años varios semanarios hípicos. El primero fue Para Todo El Mundo. Y si la memoria no me traiciona, llegaron después La Espuela, El Alacrán, La Cancha y algunos otros menos carismáticos. Esta cercanía mía con los caballos a través del papel impreso hizo que Gabriel decidiera que fuera yo un digno acompañante suyo en Monterrico. Pero no bastó para que comparta conmigo la apuesta por el número cuatro. “Estás loco. No tiene ninguna opción” —sentenció con frialdad matemática mientras leía el programa con expresión de entendido—. Yo, mientras tanto, sin un programa que respalde mi decisión, seguía ignorando, entre muchas otras cosas, el nombre de mi caballo. Aun así, la dignidad me alcanzó para responder: “Ya verás”.

Seguramente por una cábala personal, Gabriel me dejó solo al darse la partida. Y en medio de la excitación que se produce en el alma de la gente cuando los caballos están corriendo, yo seguía sin saber qué sucedía en la pista con mi seleccionado número cuatro. Un aficionado con una radio portátil pegada al oído (una escena común por aquellos años) respondería a una parte de mis inquietudes apenas los caballos cruzaron la meta. “¡L’Elysee…!”. Tras los puntos suspensivos una expresión malsonante se refería a la autora de los días no sé si del jinete, del preparador, o de alguna autoridad en cuyos hombros el citado aficionado ponía la responsabilidad del golpe que acababa de ocurrir.

El nombre del caballo ganador no me servía de nada. Yo precisaba saber el guarismo que dé fin a mi incertidumbre. Tal vez por la fuerza de ese deseo fue posible la confusión fonética del nombre del ganador, L’Elysee, con el número seis. Y así se frustró mi ilusión, pero eso es asunto frecuente en la adolescencia. El dolor básico consistía en haber perdido mi propina…

De pronto, apareció Gabriel, eufórico. Por él me enteré de que para los efectos prácticos más absolutos del Universo, el número cuatro y el raro nombre del caballo ganador eran la misma cosa. Y, claro, no mostré sorpresa ninguna. Más bien, con precoz afectación de turfman recién estrenado le increpé su poca fe para no seguir a los que saben.

Luego, en la única cola donde la espera es un trámite placentero, aquella donde se cobran los boletos ganados, supe que la combinada cuatro iba a mejorar aún más las utilidades de aquella tarde gloriosa.

viernes, 14 de mayo de 2010

Koan de Mercado

Ella tomó mis tomates, las yucas que escogí para acompañar el sudado, y otros ingredientes que se iban a transformar en un almuerzo de origen básicamente marino. La señora, sentada fuera del puesto que atendía una guapa joven que parecía su hija, si no su nieta, continuó acomodando mis compras en una pequeña bolsa que no parecía capaz de contenerlo todo. No estaba obligada a hacerlo. La sola entrega de la chicha de jora y el ají panca que acababa de comprarles habría bastado para darme por bien atendido. Y mientras apartaba mi mano, que pretendía ayudarla torpemente en la acomodación de los insumos, dijo: “Con paciencia, hijo. Todo se logra con paciencia”. Segundos después, la pequeña bolsa albergaba cómoda y equilibradamente todas las cosas, como si aquellos sólidos adquiriesen la forma del recipiente contenedor. O como si el recipiente tomase la forma de los contenidos.

No siempre la mente parecerá inconmensurable. A veces es suficiente que sea flexible.

lunes, 21 de diciembre de 2009

Beatlemanía

La avenida Larco tiene el clima de un sábado de diciembre, más propio de nuestro ánimo que de la agitación callejera, porque mi amigo Bernardo Cáceres y yo vamos hacia la tienda de discos Phantom en busca del último CD de Bob Dylan, una compilación navideña que él acababa de escuchar en Copenhague y cuya recomendación resultaba obligatoria en medio de la coyuntura de fin de año.

Ya en aquel lugar, los remasters de los Beatles resaltan como bolas en un pino navideño. Son dos colecciones alucinantes, anunciadas hace meses en todo el mundo para el pasado 9 de septiembre (09/09/09). Por fin, el mejor grupo de todos los tiempos podría ser escuchado con la corrección de los vinilos de antaño. Nosotros, el ala modesta (misia, sin eufemismos) de los nuevos tobis audiófilos, habíamos convenido tácitamente en que los copiaríamos, sin pudor, de la adquisición original de alguien más pudiente o menos cobarde.

Pero el objeto del deseo está allí nomás, a pocos centímetros. Se trata de dos cajas. Una contiene las versiones en mono y la otra las estereofónicas. Y cada una cuesta como los servicios de una prostituta de lujo: poco más de mil soles. Con menos que eso se puede comprar un televisor LCD HD de 19 pulgadas, o un reproductor Blu-ray.

En unos segundos, ambos nos dimos cuenta de que habíamos usado a Dylan como pretexto para llegar a los Fab Four. Ninguno de los dos dudó. Además, sería la versión mono. La estéreo, sin duda, será la más comercial (de hecho, en el Somos pre navideño sólo se da cuenta de esta última).

Salimos de allí, cada uno con su compacta caja blanca, más el Abbey Road y el disco del vate que nos marcó el camino: Christmas In The Heart.

Don Fernando Savater refiere haber adquirido un llavero en el hipódromo de Churchill Downs, durante el último Derby de Kentucky del pasado milenio “con una sensación pecaminosa que no experimentaba desde mis deliciosas masturbaciones juveniles”. La posesión de aquellos discos, con sus cubiertas similares a los vinilos originales, antes de la invasión digital, es un sentimiento parecido (por no decir exactamente el mismo) al descrito por el hípico filósofo.

Los Beatles tienen ya más de cuarenta años en nuestra existencia. Sus canciones suenan una y otra vez. No importa con qué frecuencia. Pueden transcurrir años o semanas entre una escucha y la siguiente. Y siempre se tiene la sensación de que el placer es nuevo: una persistencia similar con la misma mujer no resistiría tal prueba del tiempo. ¿Por qué, entonces, no pagar otra vez por las mismas canciones? Es como si la prostituta preferida de nuestra adolescencia apareciera de pronto renovada, sin las huellas de los años, linda y limpia como antes, o mejor aún: remasterizada.