sábado, 5 de junio de 2010

Análisis Numérico

Yo ni programa tenía. Eran los hípicos años setenta y la multitud se agolpaba en las boleterías de la Pelousse, sector desde donde mi amigo Gabriel y yo veríamos las carreras. Un nuevo shot de ansiedad surgía en las largas colas ante la truculencia del locutor: “Partida, dos minutos…”. Ya había tomado nota del excelente dividendo del número cuatro a ganador. Y aunque ignoraba el nombre del caballo que defendería mi preferencia, reforcé el sentimiento jugando también la combinada cuatro. Un boleto en cada una de las apuestas. Suficiente para multiplicar un par de decenas de veces mi propina. Gabriel, que estudiaba las carreras con minuciosidad impropia para su holgada minoría de edad, era ya un experto, mientras que yo, por si no ha quedado claro todavía, un completo náufrago.

En la imprenta de mi padre se imprimían por esos años varios semanarios hípicos. El primero fue Para Todo El Mundo. Y si la memoria no me traiciona, llegaron después La Espuela, El Alacrán, La Cancha y algunos otros menos carismáticos. Esta cercanía mía con los caballos a través del papel impreso hizo que Gabriel decidiera que fuera yo un digno acompañante suyo en Monterrico. Pero no bastó para que comparta conmigo la apuesta por el número cuatro. “Estás loco. No tiene ninguna opción” —sentenció con frialdad matemática mientras leía el programa con expresión de entendido—. Yo, mientras tanto, sin un programa que respalde mi decisión, seguía ignorando, entre muchas otras cosas, el nombre de mi caballo. Aun así, la dignidad me alcanzó para responder: “Ya verás”.

Seguramente por una cábala personal, Gabriel me dejó solo al darse la partida. Y en medio de la excitación que se produce en el alma de la gente cuando los caballos están corriendo, yo seguía sin saber qué sucedía en la pista con mi seleccionado número cuatro. Un aficionado con una radio portátil pegada al oído (una escena común por aquellos años) respondería a una parte de mis inquietudes apenas los caballos cruzaron la meta. “¡L’Elysee…!”. Tras los puntos suspensivos una expresión malsonante se refería a la autora de los días no sé si del jinete, del preparador, o de alguna autoridad en cuyos hombros el citado aficionado ponía la responsabilidad del golpe que acababa de ocurrir.

El nombre del caballo ganador no me servía de nada. Yo precisaba saber el guarismo que dé fin a mi incertidumbre. Tal vez por la fuerza de ese deseo fue posible la confusión fonética del nombre del ganador, L’Elysee, con el número seis. Y así se frustró mi ilusión, pero eso es asunto frecuente en la adolescencia. El dolor básico consistía en haber perdido mi propina…

De pronto, apareció Gabriel, eufórico. Por él me enteré de que para los efectos prácticos más absolutos del Universo, el número cuatro y el raro nombre del caballo ganador eran la misma cosa. Y, claro, no mostré sorpresa ninguna. Más bien, con precoz afectación de turfman recién estrenado le increpé su poca fe para no seguir a los que saben.

Luego, en la única cola donde la espera es un trámite placentero, aquella donde se cobran los boletos ganados, supe que la combinada cuatro iba a mejorar aún más las utilidades de aquella tarde gloriosa.

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